Victimario (1): Prueba de arranque

2023-03-16 17:44:53 By : Mr. Nathan mong

“Morrita” debe cumplir una misión para ingresar a un Cártel en la Ciudad de México. “El Patrón”, jefe del grupo criminal, demanda una vida. Ella tendrá que decidir entre la suya o la de una víctima que cayó por azar. Victimario es una serie de crónicas que se adentran en móviles que llevan a una persona al acto criminal. En una realidad como la nuestra, con el crimen en los huesos de la sociedad, pronto cada ser puede convertirse en víctima y/o Victimario. PRIMERA PARTE.

Por Áxel Chávez Hace 11 horas

EMEEQUIS.– Cuando lo arrastraba a los asientos traseros del Aveo, “El Jale” dejó una sentencia en el oído de Javier; era una sentencia incendiaria, de tres palabras, que venía de la boca de un matón: “Ya valiste verga”.

“No grites”, le ordenó, y con el brazo le presionaba el cuello. “Morrita” estaba en el asiento del copiloto. Apenas alcanzó a ver por el retrovisor cuando “El Jale” y “El Viejón” se abalanzaron, como carroña a carne vieja, sobre Javier, mas nada pudo hacer cuando le presionaron el cuello con los dedos; esa agonía de sentir cómo se acaba el aire. 

Los hombros de Javier se golpearon cuando lo jalaron hacia atrás por el reducto que queda entre los asientos del piloto y del copiloto. Una mano en la boca no le permitió gritar. 

Lo agacharon para que nadie pudiera verlo. Esa técnica de dominio en la que presionan con fuerza sobre la cabeza, como si quisieran meterla en el cuello. Dijeron: “te va a cargar la chingada”, pero no había necesidad de hacerlo: lo sabía; lo sabía su rostro cubierto de golpes del que empezaba a brotar sangre; escurría, apenas leve, como las gotas que quedan en el grifo cuando se cierra la llave. 

Por sus muñecas, juntas, dio vuelta un trozo de cinta canela. Estaba inmóvil, maniatado, esposado, aunque no hubiera metal frío apretando sus manos. También vendaron sus ojos y amarraron sus pies. 

Javier tenía encima el cuerpo de un hombre desconocido, jadeante cual perro agitado. Sentía su aliento y los escupitajos en el oído mientras le ladraba las amenazas. La saliva escurría en el lóbulo y anidaba en la fosa con cada injuria. Fue justo en ese momento que “El Jale”, su perro agitado, soltó una ráfaga de letanías que paralizaron a Javier, aunque de los gritos hilarantes sólo retumbaba la misma amenaza: “no grites o te carga la chingada, hijo de tu puta madre”.

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Su boca pegaba al piso, porque lo habían tirado sobre los tapetes en el pequeño espacio que queda entre los asientos. De ahí en adelante fueron frases sueltas, inconexas, con las que trataba de armar el cuadro de su mala ventura; eran trazos amorfos, deformes; parecían no armonizar entre sí. 

“Si el carro trae GPS te carga la chingada a ti y a tu familia, y si los putos teléfonos también traen GPS te carga la chingada”, resopló de nuevo el sujeto sobre su oído.    

Entonces escuchó del asiento de enfrente que alguien dijo: “Ya traemos a este pendejo”, y sabía que no podían referirse a otro sino a él. 

A partir de ahí empezó a conocer a todos por sus voces, pero faltaba una, la más sanguinaria y lejana: la del “Patrón”.

“El Patrón” ordenó al “Viejón” y al “Jale” que le pasaran el teléfono a Javier, y le repitió el destino: “el carro, en cuanto traiga GPS, te carga a ti y a tu familia la chingada. Ya los traigo bien ubicados y mi gente no se anda con chingaderas”. Javier sólo tenía una certeza: lo habían secuestrado, y a esa certeza se sobrepuso otra cuando pensó que no había forma de pagar un rescate; entonces, si la rueda del Aveo giraba, su muerte estaba más cerca.

Con el rostro al suelo, y la cinta canela que le cubría los ojos, había dejado de ver: era un negro absoluto, como la ausencia. 

Sólo escuchaba. Y su oído, cual cuerda vieja, se afinaba con el griterío. Era una cuerda grave que vibraba igual que su corazón atemorizado. 

Por los lados de donde surgían las voces, sabía que “Morrita” seguía en el asiento del copiloto, igual que cuando había abordado el Uber. 

“Patrón” envió un mensaje de voz al grupo:

Miren, primero va a ser el pedo así, pues: voy a probar a “Morrita”, “Viejón” y al “Jale”, ¿sí?, para ver si son de huevos, y después voy a probar a Margarito, Alexander y Uriel, ¿sí?, para antes de aventarme todo este pinche jale, pues. Necesito tiradores vergas, gente de arranque, gente de huevos, ¿sí? Ya les daré la información de lo que quiero que le hagan a esa gente, ¿porque el cártel se distingue por las torturas o por otras cosas? 

La voz que salía de aquella bocina desde el asiento del copiloto no era sino el preludio de un asesinato, el suyo. Javier lo sabía. 

El celular también parecía una res en el matadero: se retorcía, se arremolinaba en el pantalón; vibraba como un pez que se escurre de la mano. Vibraba a cada instante desde que el “Jale” se puso encima de Javier. Con una mano, sin dejar de oprimirlo, trató de mantener la secuencia de la conversación, pero en ese momento sólo vio los primeros mensajes, la cadena de textos con los que inició aquella la tarde: 

—Flaca, envíame captura de pantalla

—El conductor se llama Javier. Es un Aveo azul.

Cada palabra que salía de la bocina avivaba el temor de muerte; la naturalidad con la que hablaban de destazar un cuerpo, quizás, hacía pensar a Javier en la alfombra de cadáveres que se había vuelto el país, y también la Ciudad de México, con la pugna entre cárteles de cuña defeña como La Unión Tepito, con otros de vena fuereña, pero igual de sanguinaria, como el Jalisco Nueva Generación.

“El Patrón” decía: ¿El chofer qué pedo? A ver, explícame bien la puta situación. ¿El chofer qué pedo? ¿El chofer también es secuestrado?

Y “Morrita” contestaba: Lo levantamos, viene secuestrado. 

—Sobres, sobres, sobres, “Morrita”. Una pregunta, pues: ¿cómo se llama?; ¿el carro fue robado o lo tienes por las buenas, pues?

—“Morrita”, “Morrita”, “Morrita”, ¿cómo se llama? Tómale foto a ese culero, al que traes atrás, la subes al grupo y dices ya se accionó el desmadre.

Y la carcajada retumbaba en la bocina del celular.

—Sobres, “Morrita”; sobres, sobres. El puerco ese que traen, ¿qué pedo? La foto, la foto, a ver cómo lo traen al puerco.

Morrita envió la fotografía.

—Sobres, mija. Nada más ahí sin piedad con ese cabrón cuando yo ordene, ¿va? Sin piedad con ese cabrón cuando yo ordene. 

—Denle una putiza a ese hijo de la chingada. Denle una putiza, pero pónganle algo; bueno, tápenle bien el puto hocico así, a la verga. Denle una verguiza, una verguiza y háganlo cantar si trae chip o no trae chip esa madre, pues.

—Hagan lo que es la firma de nosotros: tortúrenlo al perro para que hable.

⇧ Victimario: escucha el primer episodio en Spotify . ⇧

“El Patrón” envió un nuevo mensaje de voz al grupo para marcar la ruta del homicidio:

El pedo es que sea discreción, discreción, discreción. Orita escuchan ruido, la verga, todo el pedo, y los puercos se alteran, ¿sí? Esta madrecilla va a ser relax, relax, dalay, por eso se les dio setenta y dos horas para cumplir el cometido, setenta y dos horas para cumplir el cometido, porque ahorita se va a barrer las colonias donde se cree que está pesado y ustedes van a andar en movimiento barriéndolas, donde los topen, donde los topen, ¿sale?, y pendientazos, nada más a las órdenes. Se quedan en un lugar para relajarse mientras, ¿no?, y como dije: ‘ni pedo, es una prueba’, y a aguantarle y a entrarle, ¿sobres?

Y “Morrita” dijo: “hay que tirar en un canal a este pendejo”.

Imagina el cuerpo atado con cinta canela hundirse en un canal. Las fosas se llenan de agua y, de pronto, el pulmón es una bestia engordada a punto de reventar. Entonces, la conciencia se pierde en el vientre del agua.

Con la idea de morir ahogado todavía taladrando su cabeza, Javier alcanzó a escuchar otra orden: “llévenselo a un motel; ahí chínguense al puerco”. “Encuentren un motel y regresen la llamada”. Iban sobre Calzada de Guadalupe, aún en la Ciudad de México, pero Javier no podía saberlo.

—Ya vi qué pendejada hiciste, “Jale”.

—¿Si sabes que en esta aplicación de Uber están todos mis datos?

—¿Sabes en qué me comprometiste?

—“Jale”, es en corto, si no quieres que arme un pinche desmadre.

—Te lo digo claro: eres un pendejo.

“Morrita” está escribiendo un mensaje…

Como en 15 minutos ya llegamos a Pachuca.

Después explicaría por qué Viejón no aceleraba: vamos lentos por los feos. 

Los feos son también los puercos, los azules, los tiras, la chota. “El Patrón” siempre alardeaba que los tenía en la mano.

—No mames, ¡sigue en línea!

—“Jale”, el viaje sigue marcando.

—¿Que valen madre? ¿De muchos huevos? Son unos pendejos.

—Eres un pendejo; en serio, ¡mejor ya suéltenlo! 

Flaca tiene el celular en la mano. Su cabeza es una maraña de miedos y la garganta se le hizo nudo. El mensaje que llega del “Jale” no apacigua el temor que siente hervir como si fuera el agua en un pocillo dentro de su pecho. “Perdón ☹”, dice el texto, escueto, casi estúpido, con un emoji de cara triste.

Sabe que apenas estacionaron el auto, porque la app marcó el final del viaje. 

No tenía noción del tiempo, pero desde que lo sometieron en la entrada del metro La Raza, hasta llegar al Motel Motors, en el boulevard Colosio de Pachuca, había pasado más de una hora. “Viejón” conducía y “Morrita” seguía de copiloto. 

Pidieron un cuarto. La encargada pudo pensar lo de siempre –al fin, lugar en el que se sacude lascivia en sábanas donde mil cuerpos–, pero ignoraba que atrás, a Javier, lo llevaban con el rostro pegado al piso y “El Jale” iba acostado sobre su espalda para que no los vieran. 

“No grites, cállate o te carga la chingada, si no vas a valer madre tú y tu familia”, le escupió de nuevo por el oído, que dentro tenía sus palabras y las gotículas que soltaba cuando le ladraba. Repetía y repetía la misma chanza.

La reja blanca del cuarto-cochera se abrió.  

Entre “El Viejón” y “El Jale” sacaron a Javier del Aveo azul y lo subieron al cuarto cargando, arrastrando los pies por las escaleras.

Entonces “Morrita” le quitó la cinta de la boca y le dio agua de una botella. La tomó del tocador que tenía un espejo enorme que da a la cama, donde se ven los cuerpos cuando se entrelazan, pero ese no era el bisne, el bisne era lo que dijera “El Patrón” cuando llamara.

Mientras eso sucedía, a Javier le pusieron un trapo en la boca y se la volvieron a enredar con cinta. 

Él escuchó un flashazo; le habían tomado otra fotografía. Era una galería inmensa de su rostro amordazado y el grifo de donde escurría su sangre desde que lo habían levantado.

“Ya llegamos a un motel, patrón”, texteó la “Morra”.

Además, Javier escuchaba cómo “El Patrón” hablaba desde la otra bocina. Su voz salía del auricular. Le taladraba en los oídos. 

Aunque no conversara con él, de la boca del capo salía un fuego que le quemaba dentro: “asfíxienlo con el mismo pinche cinturón de ese güey, con sus mismas putas agujetas asfíxienlo. No debe haber sangre, la sangre va a ser escandalosa y más si lo bajas en sábana. No le corten nada, no le corten cuello, no le hagan ni putas vergas; nada, nada. Asfíxienlo; que muera el hijo de perra”. 

Javier apretó los ojos detrás de la cinta. Hacía un momento que se había perdido en sí. Pensaba en lo que sería cuando lo encontraran tirado: “cadáver, masculino, no identificado; complexión media; edad: entre 35 y 40 años; muerte por estrangulamiento”. Irrelevante cadáver entre una pila de hallazgos; “rivalidad delincuencial”, dirían las autoridades; es la forma en la que se desvaloriza el asesinato cuando ya no embonan los “hechos aislados”.

Pensaba en las manos que apretaban su cuello, con fuerza, hasta sentir las uñas en su carne y, entonces, sintió que dejaría de respirar. 

Pensaba en el cinturón enredado al cuello, apretando su carótida, y pensaba también si ese cinturón presionaría tan duro hasta que la sangre no pudiera bombear y, entonces, la mente, lo que hay tras los ojos cerrados, se apagaría, y la negrura que percibía tras la cinta, que dejaba ver la silueta de “Morrita”, ya no sería pasajera… 

—¿Con un perdón qué?

—Un perdón no arregla nada.

—Contéstame el puto teléfono, “Jale”.

—Todo me vincula a mí y a tus pendejadas. 

—Mejor ya déjenlo en paz.

—Voy a ir a la policía.

—¿Por qué vergas me tenías que embarrar a mí?

—Hasta para este puto desmadre son pendejos.

Sin que escuchen, sin que escuchen, sin que escuchen; tortura leve. Con una puta bolsa en la cabeza lo ahogan; una puta almohada en la jeta; unos patines en la panza mientras un güey le está agarrando la puta bolsa en la jeta; el chiste es que no grite ni berree el puerco. 

No lo saquen; no lo saquen. Morra, no lo saquen. 

¿Hasta qué hora tienen el cuarto disponible, pues?

Mátenlo asfixiándolo, hija. Lo van a asfixiar a ese cabrón. No filete, no putazos, no sangre; asfixien a ese cabrón. Con el mismo cinturón de ese pendejo, ahórquenlo y pónganle una bolsa en la cabeza, ¿sí? Asfixiado. Sangre que no haya, pues, para que no haya pedo. 

Por primera vez, tras revisar los teléfonos y la cartera de Javier, una idea retumbó en las paredes, entre el jadeo de abalanzarse sobre otro cuerpo para quitarle la vida: “Este cabrón no trae nada. No le vamos a sacar nada”.

Cuando tienes una almohada quitándote el aire es difícil pensar, pero Javier trataba de hilar un cabo suelto en esta pesadilla.

El servicio había sido solicitado para “Morrita” en la calle Platino, en la delegación Gustavo A. Madero, aproximadamente a las ocho de la noche. Ahorita, pensaba, debía ser por ahí de la una de la mañana. 

Al llegar, Javier prendió las intermitentes. Fue cuando se acercó la Morra para abrir la puerta del copiloto; el “Jale” y el “Viejón” se subieron atrás. Sintió algo, como una corazonada, cuando notó que abrieron la puerta, y el nervio se avivó cuando vio por el retrovisor que ambos se mensajeaban y, en las miradas que cruzaban, había un lenguaje que le daba un tufo de inseguridad. Circulaban por Reforma. Ya era tarde para recular. 

Entonces, “El Jale” dijo que a “Morrita” había que dejarla en el metro La Raza y, al virar el volante para desviarse, Javier tenía el presagio de un mal augurio, que avanzaba al paso de las llantas. 

Cuando puso el freno de mano, frente a la estación del metro, Javier sintió un brazo enrocar su cuello, como si una tuerca aprisionara un tornillo hasta barrerlo. Fue en ese instante que lo jalaron hacia atrás y después le ataron las muñecas en la espalda; también le cubrieron con cinta los ojos y los pies.

Lo sepultaron no sólo con suéteres y mochilas, sino que “El Jale” lo presionó hacia el piso con sus pies, para que no pudiera levantarse. Lo hizo un tapete bajo sus suelas. Viejón, en tanto, tomó el volante y condujo hacia la muerte: “te cargo la verga, cabrón”, le dijo. Sólo eso Javier tenía claro.

Morra dijo: “es que a este pendejo no le vamos a poder sacar nada. ¿Para qué nos lo vamos a chingar?” Y, por primera vez, la habitación se llenó de silencio. Pedir un rescate estaba dentro de los márgenes de una aspirante a criminal, pero ¿matar sin sentido? Había, quizás, por dentro un naciente miedo o remordimiento; recién empezaba a brotar, pero ya era demasiado tarde. Sería como jugarse su vida por la de él. Sería como meter la mano en la lumbre. El jefe pedía un sacrificio. El desacato era traición. En poca labia: esa noche un cadáver se debía entregar.

Miren, cabrones, aquí los huevos no van a ser al gusto, aquí las órdenes están dadas y están dadas por mí, y si vamos a empezar de que quieren derribar pinche jerarquía, pues también díganme qué pedo y nos ponemos al topón, cabrones, ¿sí?, porque aquí mis huevos son mis huevos, no los de ustedes, ¿sí? Yo estoy dando las órdenes y aquí las órdenes se cumplen.

Ya están pertenecientes a este cártel, cabrones, y ya no hay vuelta pa’ tras, y si se quieren ir de nalgas pues van a ir con las pinches patas por enfrente, cabrones, ¿sí? Culos aquí, a la verga. Aquí los huevos los pongo yo, las órdenes las doy yo.

“Jale”, “Viejón”, explíquenle a la Morra o voy a ver otro pedo yo, pues actúo de otra manera. Ustedes deciden qué pedo, ¿sí?, y ya está puesto el pinche dedo, ya está puesto el desmadre. Aquí el bisne es el bisne, ¿sobres?, y la lealtad es primero. Si a lo mejor se ponen al pedo porque dicen: ‘no, es que no hay bisne ni nada; a ese güey no le vamos a sacar nada de lana’, ¡es una prueba, cabrones!; ¡es una prueba!, pero de todas maneras ya saben mucho, tanto prueba como saben mucho, o sea, no tienen de a dos, o lo hacen o lo hacen, porque si no lo hacen se los carga la verga. 

“El Patrón” envió un nuevo mensaje de voz al grupo:

Aquí si se van a rifar se rifan todos. “El Jale” que le voy a poner a cada uno de ustedes es tumbar cabezas, cabrones: matar a alguien, torturar a alguien antes de matarlo; ese va a ser el jale que voy a poner, pues. Es la pinche prueba para ustedes: demostrar los huevos. ¿Cómo van a demostrarlo? Foto y video voy a necesitar, pues. Es orita lo que le dije a “Morrita”, a “Viejón” y al “Jale”: van a torturar y matar; esa va a ser la prueba, ¿sale? De la gente yo me encargo quién va a ser, y a quién tienen que tumbar, ¿sobres?, ya nada más firmes, firmes con la pinche respuesta, con lo que les tengo que decir, pues, y el desmadre que les voy a poner a cada uno. Aquí ya a tres cabrones les puse bisne, pues, pero pus empiezan a hacerse bolas. Está cabrón. Aquí es hermandad cabrones, sin doblarse. 

Lo tenían sujetado de los pies y de las manos cuando “Jale” presionaba la almohada en la cara, pero el cabrón no se moría. Siete veces parecía que el aire había dejado ese cuerpo, pero no lo hacía; este cabrón no se moría. Además, jadeaba; se retorcía como res.

Poco pasó para que alguien notara que esos no eran gemidos, no los que concurren en potreros como ése, de cabalgatas nocturnas. Esos no eran gemidos; parecían gritos, parecía tortura, parecía sufrimiento. El rondín constante de la mujer del servicio del motel, vuelta tras vuelta, no dejaba dudas del riesgo de intentar matarlo ahí, mientras berreaba como puerco. La Morra lo sabía, y lo dijo: “esto ya se está poniendo muy caliente”.       

—¿No piensas en mí o qué mierda tienes en la cabeza? 

—Yo no voy a pagar por tus pendejadas.

—Si me llaman a declarar, al chile, yo no sé. 

—¡Contéstame el puto teléfono, “Jale”; o vete a la verga!

El celular también se seguía revolcando en el pantalón; tanta vibración cuando hay que matar a un bato crispa los nervios a cualquiera.

Se veía virgen; virgen del hampa, de un asesinato; se veía inexperta, temerosa. Javier lo sabía. Tenía que implorar con berridos a su remordimiento. Ella le había dado un poco de agua cuando le quitó la venda y, quizás sintió, por un momento hubo un gesto humano entre uno de sus verdugos. “Morrita”, a su vez, sabía lo que Javier pensaba, que era sólo una aspirante a sicaria, una morra en su prueba de arranque. 

Ella diría después que no quería matar. Por eso intentó convencer a Javier de hacer un trato: “si no gritas, no te chingamos, te dejamos por la carretera”. Los demás no objetaron. Creyeron en la “argucia”: doblegar al puerco a engaños y chingarlo después. Una idea unió a todos en aquel instante: no había nada que sacarle. Los cien pesos de la cartera eran sólo una tercera parte de lo que había costado la habitación. Y no había más. No había nadie que pudiera pagar un peso por él. Además, Uber sabía su ubicación. Matar por matar, ya caliente como andaba la cosa, era como bajar al infierno y querer volver.

Con los nervios crispados y la adrenalina de quien intenta matar a otro, salieron apresurados de la habitación. La mujer del motel los miró de reojo, pero tuvo miedo y bajó la cara. Por la avenida, una avenida que desconocían, iban zigzagueando por las endorfinas a flor de piel. Cruzaron al carril contrario, apenas esquivando las luces enfrente que les quemaban las retinas tras el parabrisas, y el silbido prolongado del auto con el que se iban a impactar. Javier no se callaba, no dejaba de mugir aún con “El Jale” encima, y eso crispaba más los nervios. 

La piel se les hizo eriza cuando escucharon una sirena. El sonido, por un momento lejano, retumbó de repente en el oído de todos, incluido el de Javier, aunque la lengua del “Jale” –perro jadeante– seguía escurriendo baba por la fosa. Huir era una sentencia fatal. Huir daba motivos a que los bloqueara la andanada de sirenas que ya tenían encima.

La sirena era la vida o la muerte. Iban a tener que pararse y apretarle bien la boca a ese cabrón. Así estaban, con la lámpara alumbrándoles la cara. La boca estaba tapada y “El Jale” parecía un cuerpo dormido boca abajo, hasta que Javier, con el último alarde de fuerza que tenía, le enterró los dientes en la espalda y se zafó del candado que era un cuerpo y una mano encima. Casi con la garganta muerta gritó todo lo que pudo, aunque casi no se haya escuchado nada. 

No lo escuchaban tras los cristales traseros arriba y semiempañados, pero no era necesario. La expresión en el rostro lo delataba: la de un hombre torturado que estuvo a punto de morir; la cara era un puño sangrado metido entre púas. 

Los tiras se alebrestaron: “¡Bájense, hijos de la chingada!”, ordenaron seco. La adrenalina también les trepó a la boca y botaron como acto casi inconsciente el seguro de la pistola que traían atada al cinturón. 

Los policías habían visto a Javier levantarse sangrando, cuando la lámpara apuntaba dentro, casi un reflejo como el de un muerto antes de desfallecer, para quedar tirado de nuevo sobre los tapetes.

“Morrita” se metía las manos entre las piernas, tocando algo a escondidas. Los dedos eran bestias voraces sobre las teclas del celular.

El último mensaje que mandó aquella noche decía: “‘Patrón’, nos cayeron los puercos. ¿Tiene chance de ayudarnos?”

El teléfono, esa res de matadero que se retorcía y se arremolinaba en el pantalón, no sonó más. El chip del fugitivo quedó entre pilas de desechos en la Ciudad de México.

A “Morrita” el olvido en la cárcel pronto le diría que no, que no había chance de ayudarla; que el olvido se hace en la desgracia. 

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