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No es la mejor película de todos los tiempos. Ni siquiera es la mejor película de los hermanos Coen. Pero esta secuencia previa al título es una obra maestra.
Los primeros minutos de una película pueden ser decisivos. Son como las 50 primeras páginas de una novela. Si para entonces el autor no te ha enganchado, es hora de pasar al siguiente libro de tu mesilla de noche. Por supuesto, nadie va a levantarse y abandonar una película a los diez minutos, no cuando ya ha desembolsado diez euros. Pero un comienzo no tan bueno pone al director en desventaja. Tiene que volver a ganárselo.
Tengo archivada en mi cabeza una lista de películas con comienzos perfectos, desde clásicos de toda la vida como Casablanca, El crepúsculo de los dioses y Sed de mal hasta comienzos más contemporáneos como Mad Max, el remake de El amanecer de los muertos y Magnolia. Son películas, todas y cada una de ellas, que llegan y te agarran por la yugular, ya sea por la fuerza vertiginosa de su ritmo, su virtuoso trabajo de cámara o la economía de su narrativa. Crean un mundo -mejor dicho, todo un universo cinematográfico- en muy poco tiempo. Al verlas, uno tiene la vertiginosa sensación de estar en un gran viaje antes de que éste apenas haya comenzado.
Aun así, yo diría que el mejor comienzo de cualquier película jamás rodada son los once primeros minutos que preceden a la tarjeta de presentación de Arizona Baby, de Joel y Ethan Coen. ¿Es mi película favorita de todos los tiempos? No. Ni siquiera es mi película favorita de los hermanos Coen. Pero en lo que respecta a las primeras impresiones cinematográficas, no hay nada que se le pueda comparar. Recuerdo haber visto la película poco después de su estreno, en la primavera de 1987. Yo estaba en la recta final de mi último año de instituto y empezaba a enamorarme del cine de una forma que iba más allá del mero entretenimiento popular. Empezaba a fijarme en los directores, guionistas y directores de fotografía, no sólo en las estrellas. Y en cuanto empezó Arizona Baby, me senté en mi butaca asombrado, como imagino que ve el mundo alguien que ha vuelto a nacer. Once minutos más tarde, había sido bautizado en una nueva religión que seguiría siendo mi fe casi 35 años después.
Arizona Baby fue sólo el segundo largometraje de los hermanos Coen (el primero fue su neo-noir Sangre fácil, de 1984). Y aunque Joel y Ethan sólo tenían 29 y 32 años respectivamente cuando llegó a los cines, se trataba de dos tipos que claramente ya eran maestros, tanto en términos técnicos como narrativos. Nicolas Cage interpreta a un desafortunado atracador de tiendas llamado H.I. McDunnough que es encarcelado y puesto en libertad condicional una y otra vez. En cada vuelta por la puerta giratoria del sistema penal de Arizona, le hacen una foto y coquetea con la agente de policía Edwina, interpretada por Holly Hunter. En su última detención, desliza un anillo de compromiso en los dedos de ella mientras le toma las huellas y, mientras está dentro de su celda, sueña con "un futuro al que sólo le faltaban de ocho a catorce meses".
Una vez están fuera, encauza su vida, se casa y planea formar una familia. Entonces, Edwina descubre que no puede tener hijos. "Al principio, no me lo creía. Que esta mujer que parecía tan fértil como el valle del Tennessee no pudiera tener hijos", dice el H.I. interpretado por Cage a través de la voz en off. "Pero el médico me explicó que su interior era un lugar rocoso donde mi semilla no encontraría acomodo". Así que la angustiada pareja trama un plan para secuestrar a uno de los cinco bebés que acaban de nacer de Nathan Arizona ("y demonios, ya sabéis quién es..."), el mayor magnate de los muebles sin pintar del suroeste americano.
Si parece que estoy desvelando mucho, no es así. Porque todo esto -y mucho más- se despliega antes de que aparezcan en pantalla los créditos iniciales. Once minutos perfectos de exposición oral y visual, animados por la temeraria fotografía de Barry Sonnenfeld y la música de banjo con cafeína de Carter Burwell, salpicada de silbidos y cantos de yodel a lo Hank Williams. Con esta valiente introducción, los Coen lanzaban el guante como si anunciaran su llegada como maestros del cine. Y no como los viejos mocosos del Nuevo Hollywood que se toman a sí mismos tan en serio. Estaban más interesados en evocar el espíritu juguetón y bromista de los cortos de Tex Avery y Looney Tunes. Ver esos once minutos en 1987 fue como presenciar el futuro. Y no era un futuro a ocho o catorce meses vista. Era ahora.
Se podría escribir una tesis doctoral sobre la secuencia previa al título de Arizona Baby (y estoy seguro de que alguien lo ha hecho). Pero lo que la hace tan singular e indeleble para mí es cómo, en un medio que tan a menudo carece de cualquier firma de personalidad o sello idiosincrásico, estos once minutos sólo podrían haber sido realizados por dos personas: dos personas que comparten el mismo conjunto de influencias, que comparten la misma voz artística y, por casualidad, que comparten el mismo ADN. La genialidad de la secuencia inicial está en los detalles, en los pequeños toques, en las llamadas de atención y en las notas de gracia que adrenalizan la acción. Me refiero al tipo invisible fuera de cámara que no para de decirle a Hunter a mitad de la toma: "¡No te olvides del perfil, Ed!" o "¡No te olvides de su llamada telefónica o "¡No te olvides de sus dedos, Ed!". El día de su boda, mientras se mira en el espejo con su vestido blanco, la voz de él vuelve por última vez: "¡No olvides el ramo, Ed!
Luego, está el viejo compañero de celda en la litera de arriba de H.I. en la cárcel, que empieza a contar una historia sobre que su familia era tan pobre que cuando no había carne tenían que comer ranas, y cuando no había ranas comían cangrejos, y cuando no había cangrejos comían arena. "¿Qué comían?" Comimos arena. "¡¿Comisteis arena?!" Cuando H.I. vuelve a la cárcel, sólo un par de minutos más tarde, el mismo preso sigue en la litera de arriba hablando de cómo preparar cangrejos de río. También está M. Emmet Walsh como el compañero de trabajo de H.I. que taladra chapas y cuenta una anécdota sobre un amigo que encontró una cabeza en la autopista tras un accidente de coche. Están los repetidos flashes del mismo preso con aspecto de gorila fregando y gruñendo a H.I. cada vez que vuelve al antro. Están las sesiones de terapia de grupo en la cárcel en las que vemos por primera vez a John Goodman, las audiencias de la junta de libertad condicional en las que le dicen a H.I. que se enderece y vuelva a ser una persona respetable, y la atracción magnética y latrocinante de las tiendas por las que pasa H.I. aunque no estén de camino a casa. Detalles como estos llenan la película y la enriquecen.
Pero lo más increíble del comienzo de Arizona Baby es que nos presenta toda una historia de amor entre dos personas más rápida y eficazmente que la mayoría de las películas en dos horas. Vemos al chico conocer a la chica, al chico flirtear con la chica, al chico consolar a la chica, al chico declararse a la chica, al chico casarse con la chica, al chico enfrentarse a la decepción con la chica, al chico consolar a la chica de nuevo y, finalmente, al chico planear un delito con la chica que nos acompañará hasta los 83 minutos posteriores de la película. Es como presenciar el arco completo de una historia de amor -una vida, en realidad- con el dedo en el botón de avance rápido del mando a distancia.
Lo que más me sorprende, sin embargo, es la osadía de los hermanos Coen al decidir que el comienzo de Arizona Baby se extienda tanto. Por supuesto, tener un prólogo extenso como éste no es totalmente inaudito. Pero desde luego no es habitual. La secuencia previa a los títulos de ¡Olvídate de mí! es más larga (20 minutos). También lo es la de Infiltrados (18 minutos), Misión imposible: Fallout (16 minutos) y Vengadores: Endgame (15 minutos). De hecho, no es ni siquiera la más larga de la filmografía de Cage. Mandy, la fantástica y flipada película dirigida por Panos Cosmatos en 2018 no anuncia el título en pantalla hasta los 75 minutos. Todo lo que digo es que es, sin lugar a dudas, la insinuación cinematográfica más seductora e impecablemente construida de la historia.
Sin embargo, las críticas no me dejaron tan sin aliento como a mí en mis años de instituto. De hecho, recuerdo estar sentado en nuestro salón en 1987 viendo At the Movies en la televisión. Gene Siskel la calificó con un pulgar hacia arriba (con reservas); Ebert, con un pulgar hacia abajo. Cuando los dos críticos empezaron a hablar de la película, Siskel comparó favorablemente el estrafalario ambiente del Nuevo Oeste de Arizona Baby con Historias verdaderas, de David Byrne. Ebert, que se creyó la analogía pero no el veredicto, retó entonces a su compañero del otro lado del pasillo a volver sobre esta cuestión dentro de cinco años para ver de cuál de las dos películas se seguiría hablando. Ahora, 34 años después, ¿cuándo fue la última vez que escuchaste a alguien cantar las alabanzas de Historias verdaderas o siquiera mencionarla (o incluso, una escena)? Eso pensaba yo. No hay más preguntas, señoría.
Vía: Esquire US